Prefacio a la edición brasileña de Le maître ignorant, de Jacques Rancière
Jacques Rancière, mayo de 2002
¿Tiene algún sentido proponerle al lector brasileño de principios del tercer milenio la historia de Joseph Jacotot; aparentemente, la de un extravagante pedagogo francés de principios del siglo XIX? ¿Tenía ya sentido proponerla quince años atrás a los ciudadanos de una Francia supuestamente enamorada, sin embargo, de todas sus antigüedades nacionales?
La historia de la pedagogía tiene por cierto sus extravagancias. Y éstas, por lo que revelan de la extrañeza misma de la relación pedagógica, han sido a menudo más instructivas que sus proposiciones razonables. Pero el caso de Joseph Jacotot es muy otro que el de un artículo más en el gran bazar de las curiosidades pedagógicas. Se trata de una voz única que, en un momento crucial de la configuración de los ideales, las prácticas y las instituciones que gobiernan nuestro presente, hizo oír una disonancia inaudita, una de esas disonancias sobre las que ya no puede construirse ninguna armonía de la institución pedagógica; una disonancia que debe por lo tanto olvidarse para continuar edificando escuelas, programas y pedagogías, pero que acaso también, en ciertos momentos, deba volver a escucharse para que el acto de enseñar nunca pierda enteramente conciencia de las paradojas que le dan sentido.
Revolucionario de la Francia de 1789, exiliado en los Países Bajos al restaurarse la monarquía, Joseph Jacotot se encontró tomando la palabra en el momento mismo en que se implementaba toda una lógica de pensamiento que puede resumirse así: concluir la revolución, en el doble sentido de la palabra: poner término a sus desórdenes efectuando la necesaria transformación de las instituciones y las mentalidades de la que ella fue la realización anticipada y fantástica; y pasar de la era de las fiebres igualitarias y los desórdenes revolucionarios a la constitución de un orden nuevo de las sociedades y de los gobiernos que concilie el progreso, sin el cual las sociedades se adormecen, y el orden, sin el cual van rodando de crisis en crisis. Quien quiere conciliar orden y progreso encuentra su modelo, muy naturalmente, en una institución que simboliza su unión: la institución pedagógica, lugar –material y simbólico– en que el ejercicio de la autoridad y la sumisión de los sujetos no tiene otra finalidad que la progresión de dichos sujetos hasta el límite de sus capacidades: el conocimiento de las materias del programa para la mayoría, la capacidad de llegar también a ser maestros, para los mejores.
En esta perspectiva, pues, lo que debía concluir la edad de las revoluciones era la sociedad del orden progresivo: el orden idéntico a la autoridad de quienes saben sobre quienes ignoran, el orden llamado a reducir tanto como sea posible la distancia entre los primeros y los segundos. En la Francia de los años 1830 –es decir, en el país que había hecho la experiencia más radical de la Revolución y que por lo tanto se consideraba convocado por antonomasia a concluirla por el establecimiento de un orden moderno razonable– la instrucción se tornaba la consigna central: gobierno de la sociedad por la gente instruida y formación de las élites, pero también desarrollo de formas de instrucción destinadas a proveer a los hombres del pueblo los conocimientos necesarios y suficientes para que pudieran cerrar, a su propio ritmo, la brecha que les impedía integrarse pacíficamente al orden de las sociedades fundadas en las luces de la ciencia y del buen gobierno.
El maestro, que hace pasar según una progresión sensata, ajustada al nivel de las inteligencias toscas, los conocimientos que él posee al cerebro de quienes los ignoran, tal fue entonces el paradigma filosófico y el agente práctico del ingreso del pueblo a la sociedad y al orden gubernamental modernos. Este paradigma puede entrañar pedagogías más o menos rígidas o liberales. Pero ellas no afectan la lógica de conjunto del modelo: la que asigna a la enseñanza la tarea de reducir todo lo posible la desigualdad social, acortando la distancia entre los ignorantes y el saber. Y éste es el punto en que Jacotot hizo oír, para su tiempo y para el nuestro, una nota absolutamente disonante.
Jacotot hace la siguiente advertencia: la distancia que pretenden reducir la Escuela y la sociedad pedagogizada es aquélla de la que ambas viven y que por lo tanto no cesan de reproducir. Quien pone la igualdad como la meta que debe alcanzarse a partir de la situación de desigualdad, la difiere de hecho al infinito. La igualdad nunca llega después, como un resultado por lograrse. Debe siempre ponerse antes. Ella está presupuesta incluso en la desigualdad social: el que obedece una orden ya debe, primero, comprender la orden dada, segundo comprender que debe obedecerla. Debe ser el igual de su amo para someterse a él. No existe ignorante que no sepa una multitud de cosas y es en ese saber, en esa capacidad en acto, que debe fundarse toda enseñanza. Instruir, por lo tanto, puede significar dos cosas exactamente opuestas: confirmar una incapacidad en el acto mismo de pretender reducirla o, inversamente, forzar una capacidad que se ignora o se niega, a reconocerse y a desarrollar todas las consecuencias de ese reconocimiento. El primer acto se llama embrutecimiento, el segundo emancipación. En los albores de la marcha triunfal del progreso mediante la instrucción del pueblo, Jacotot hizo escuchar esta declaración pasmosa: ese progreso y esa instrucción significan eternizar la desigualdad. Los amigos de la igualdad no deben instruir al pueblo para aproximarlo a la igualdad; lo que deben hacer es emancipar las inteligencias, obligar a que cualquiera verifique la igualdad de las inteligencias.
No es aquí una cuestión de método, en el sentido de formas particulares de aprendizaje, es propiamente una cuestión de filosofía: se trata de saber si el acto mismo de recibir la palabra del maestro –la palabra del otro– es una prueba de igualdad o de desigualdad. Es una cuestión de política: se trata de saber si un sistema de enseñanza tiene por presuposición una desigualdad que debe “reducirse” o una igualdad que debe verificarse. Tal es la razón por la que el discurso de Jacotot es de máxima actualidad. Si he considerado pertinente hacer que se lo vuelva a escuchar en la Francia de los años 80, es porque me ha parecido el único capaz de lograr que la reflexión sobre la Escuela salga del debate interminable entre las dos grandes estrategias de “reducción de las desigualdades”. Por un lado, el advenimiento al poder del Partido Socialista había puesto a la orden del día las propuestas de la sociología progresista que encarnaba en particular la obra de Pierre Bourdieu. Ésta pone en el corazón de la desigualdad escolar la violencia simbólica impuesta por todas las reglas tácitas del juego cultural, que aseguran la reproducción de los “herederos” y la autoeliminación de los niños de las clases populares. Pero de ello extrae, según la lógica misma del progresismo, dos consecuencias contradictorias. Por un lado, propone la reducción de la desigualdad mediante la explicitación de las reglas del juego y la racionalización de las formas de aprendizaje. Por el otro, enuncia implícitamente la vanidad de toda reforma, al hacer de esta violencia simbólica un proceso que reproduce indefinidamente sus condiciones de posibilidad. Los reformadores gubernamentales prefieren no ver esta duplicidad propia de toda pedagogía progresista. De la sociología de Bourdieu, entonces, extrajeron un programa que apuntaba a reducir las desigualdades de la Escuela reduciendo la parte de la gran cultura legítima, haciéndola más amena, más adaptada a las sociabilidades de los niños de las capas desfavorecidas, es decir, esencialmente, de los niños provenientes de la inmigración. Este sociologismo reducido no hacía, desgraciadamente, sino afirmar mejor la presuposición central del progresismo, que ordena al que “sabe” ponerse “al alcance” de los desiguales y confirma así la desigualdad presente en nombre de la igualdad por venir.
Por lo cual había de suscitar rápidamente un efecto reactivo. En Francia, la ideología llamada republicana no tardó en denunciar esos métodos amoldados a los pobres, que no pueden ser sino métodos de pobres, que desde el inicio hunden a los “dominados” en la situación de la que se pretende sacarlos. El poder de la igualdad residía para ella, contrariamente, en la universalidad de un saber igualmente distribuido a todos, sin consideraciones de origen social, dentro de una Escuela bien separada de la sociedad. Pero el saber no trae por sí mismo ninguna consecuencia igualitaria. La lógica de la Escuela republicana, que promueve la igualdad mediante la distribución de lo universal del saber, siempre se encuentra atrapada ella misma en el paradigma pedagógico que reconstituye indefinidamente la desigualdad que ella promete suprimir. La pedagogía tradicional de la transmisión neutra del saber y las pedagogías modernistas del saber adecuado al estado de la sociedad quedan del mismo lado de la alternativa planteada por Jacotot. Ambas toman la igualdad como meta, o sea, toman la desigualdad como punto de partida.
Ambas, por sobre todo, están encerradas en el círculo de la sociedad pedagogizada. Ellas atribuyen a la Escuela el poder fantástico de realizar la igualdad social o, al menos, el de reducir la “fractura social”. Pero esta fantasía descansa a su vez en una visión de la sociedad en que la desigualdad es asimilada a la situación de los niños atrasados. Las sociedades de la época de Jacotot confesaban la desigualdad y la división en clases. La instrucción era para ellas un medio de introducir algunas mediaciones entre lo alto y lo bajo: de dar a los pobres la posibilidad de mejorar individualmente su condición y de otorgar a todo el mundo la sensación de pertenecer, cada cual en su lugar, a la misma comunidad. Nuestras sociedades distan mucho de esta franqueza. Ellas se representan como sociedades homogéneas, en las que el ritmo impetuoso y generalizado de la multiplicación de mercaderías e intercambios ha nivelado las antiguas divisiones de clases y logra que todos participen en los mismos goces y las mismas libertades. Ya no habría proletarios, sino sólo recién llegados que aún no han adquirido el ritmo de la modernidad, o rezagados que, inversamente, no han sabido adaptarse a las aceleraciones de dicho ritmo. La sociedad se representa así como una suerte de vasta escuela que tiene salvajes por civilizar y alumnos retrasados por recuperar. En tales condiciones, la institución escolar se ve cada día más agobiada por la fantástica tarea de cerrar la brecha entre la igualdad proclamada de condiciones y la desigualdad existente; se ve cada día más conminada a reducir desigualdades supuestamente residuales. Pero la función última de esta sobreinvestidura pedagógica es finalmente reforzar la visión oligárquica de una sociedad-escuela, en la cual el gobierno no es más que la autoridad de los mejores de la clase. A estos “mejores de la clase” que nos gobiernan, se les vuelve a proponer entonces la vieja alternativa: unos les piden que se ajusten, mediante una buena pedagogía comunicativa, a las inteligencias modestas y a los problemas diarios de los menos dotados que somos; otros les piden, a la inversa, que manejen –desde la distancia indispensable a toda buena progresión de la clase– los intereses de la comunidad.
Eso es precisamente lo que tenía en mente Jacotot: la manera en que la Escuela y la sociedad se entre-simbolizan sin fin y así reproducen indefinidamente, en su negación misma, la presuposición desigualitaria. No porque lo animara la perspectiva de una revolución social. Por el contrario, su lección pesimista era que el axioma igualitario carece de efectos sobre el orden social. Aunque la igualdad fundaba en última instancia la desigualdad, ella encontraba cómo actualizarse sólo individualmente, en la emancipación intelectual, siempre capaz de devolver a cada uno la igualdad que el orden social le negaba, y le negaría siempre, en virtud de su naturaleza misma. Pero este pesimismo tenía también su mérito: señalaba la índole paradójica de la igualdad, a la vez principio último de todo orden social y de gobierno, y excluida de su funcionamiento “normal”. Al poner la igualdad fuera del alcance de los pedagogos del progreso, la ponía también a resguardo de las simplezas liberales y de las discusiones superficiales entre aquellos que la hacen consistir en las formas constitucionales y los que la hacen consistir en las costumbres de la sociedad. La igualdad, enseñaba Jacotot, no es ni formal ni real. No consiste ni en la enseñanza uniforme de los niños de la república ni en la disponibilidad a bajo precio de los productos en las góndolas de los supermercados. La igualdad es fundamental y ausente, es actual e intempestiva, siempre dependiente de la iniciativa de aquellos individuos y grupos que, contra el curso habitual de las cosas, toman el riesgo de verificarla, de inventar las formas, individuales o colectivas, de su verificación. También esa lección es más que nunca actual.
(Traducción del original en francés: Bernardo Capdevielle)
Rancière, Jacques: Le maître ignorant. Cinq leçons sur l’émancipation intellectuelle, París, Fayard, 1995 (1ª edición, 1987). Edición brasileña: O mestre ignorante. Cinco lições sobre a emancipação intelectual (traducción al portugués: Lílian do Valle), Belo Horizonte, Autêntica, 2002.
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