Curiosamente, en la fábula de Tarantino aparecen dos pensamientos contemporáneos necesarios de articular. Para ser casi precisos, en el primer “diálogo” de Brad Pitt se entrelazan e invierten algunos tips dignos de Foucault y de toda la especialización biopolítica posterior (Agamben, Esposito, entre otros). A los veinte minutos de película, más o menos, el teniente Aldo Rein sentencia un discurso para su grupo de soldados judeoamericanos: justifica a sus reclutas la matanza de nazis, “sin piedad y con crueldad”, para que puedan “verla el resto de sus hermanos alemanes”. Para estos bastardos, “matar a los nazis no es de ninguna forma una lección de humanidad, porque los nazis no tienen humanidad”.
Visto de otro modo, allí donde Hitler promulgaba una raza superior, y Foucault marcaba una cesura en la vida, una paradoja que permitía a un Estado matar y, a su vez, le permitía a un Estado racista convertirse en asesino “para continuar viviendo”; allí mismo, es el intersticio que también toma Tarantino como continuum de la especie humana. Pero la condición que elige el director para aniquilar ya es extra-biológica, el límite está dado por la humanidad: los bastardos tienen el derecho de matar a cualquier nazi porque estos no tienen humanidad. Es semejante al discurso posguerra, a la Declaración de 1948, aunque con una importante salvedad: porque no sólo “se intenta restituir la humanidad, luego de que el régimen nazi la haya reducido a su componente corpórea” (tal como sostiene Esposito, a propósito de la Declaración de los Derechos Universales del Hombre). Sino que en la película, justamente, la humanidad se convierte en un derecho que se sustrae deliberadamente a los nazis. El grupo comandado por los bastardos se convierte en representante soberano de la humanidad, al vengarse reduciendo a cualquier nazi a su condición corpórea y, principalmente, al excluirlos de toda humanidad: sacándoles la cabellera, desmembrándolos, marcándoles la esvástica en la frente.
Visto de otro modo, allí donde Hitler promulgaba una raza superior, y Foucault marcaba una cesura en la vida, una paradoja que permitía a un Estado matar y, a su vez, le permitía a un Estado racista convertirse en asesino “para continuar viviendo”; allí mismo, es el intersticio que también toma Tarantino como continuum de la especie humana. Pero la condición que elige el director para aniquilar ya es extra-biológica, el límite está dado por la humanidad: los bastardos tienen el derecho de matar a cualquier nazi porque estos no tienen humanidad. Es semejante al discurso posguerra, a la Declaración de 1948, aunque con una importante salvedad: porque no sólo “se intenta restituir la humanidad, luego de que el régimen nazi la haya reducido a su componente corpórea” (tal como sostiene Esposito, a propósito de la Declaración de los Derechos Universales del Hombre). Sino que en la película, justamente, la humanidad se convierte en un derecho que se sustrae deliberadamente a los nazis. El grupo comandado por los bastardos se convierte en representante soberano de la humanidad, al vengarse reduciendo a cualquier nazi a su condición corpórea y, principalmente, al excluirlos de toda humanidad: sacándoles la cabellera, desmembrándolos, marcándoles la esvástica en la frente.
Por Marcos F. Beltrame
marcosbeltrame@yahoo.com.ar
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