domingo, 4 de abril de 2010

La fiebre (des)igualitaria.

“La igualdad no es una ficción. Por el contrario, todo superior la experimenta como la más banal de las realidades. No hay amo que no se adormezca y se arriesgue así a dejar escapar a su esclavo, no hay hombre que no sea capaz de matar a otro, no hay fuerza que se imponga sin tener que legitimarse, que reconocer, entonces, una igualdad irreductible, para que la desigualdad pueda funcionar.
Desde el momento en que la obediencia pasa por un principio de legitimidad, desde que debe tener leyes que se impongan en tanto que leyes e instituciones que encarnen lo común de la comunidad, el mando debe suponer una igualdad entre el que manda y el que es mandado.
Los que se creen astutos y realistas pueden siempre decir que la igualdad no es más que el dulce sueño angélico de los imbéciles y de las almas sensibles. Infelizmente para ellos, es una realidad sin cesar y por todas partes atestada. No hay servicio que se ejecute, no hay saber que se transmita, no hay autoridad que se establezca sin que el amo o el maestro hayan, por poco que sea, hablado «de igual a igual» con el que mandan o instruyen. La sociedad no-igualitaria no puede funcionar más que gracias a una multitud de relaciones igualitarias. Es esta intrincación, de la igualdad en la desigualdad, que el escándalo democrático viene a manifestar, para tornarlo el fundamento mismo del poder común.
No es apenas, como se dice muchas veces, que la igualdad de la ley esté ahí para corregir o atenuar la desigualdad de naturaleza. Es que la «naturaleza» misma se desdobla, que la desigualdad de naturaleza no se ejerce más que presuponiendo una igualdad de naturaleza que la secunda y contradice: imposible sino que los alumnos comprendan a los maestros y que los ignorantes obedezcan al gobierno de los sabios. Se dirá que hay soldados y policías para esto. Pero hace falta todavía que estos comprendan las órdenes de los sabios y el interés que hay en obedecerles, y así.”(…)

Jacques Rancière.

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