jueves, 15 de julio de 2010

Una opinión para los post humanos

“Y estos ojos de quién son/ de quién son mis deseos de hoy/ y este insomnio de quién es/ Luzbelito pregunta una y otra vez”

Hace poco salió una película, El imaginario del Dr. Parnasus, de Terry Gilliam. El Dr. Parnasus es un ser más o menos sobrenatural que tiene un trailer desvencijado, como un carro de feria. A través de un espejo situado en el centro del diminuto escenario, se puede entrar en la imaginación del Doc, que es en realidad una materialización de la imaginación del visitante. La idea de la película es que uno toma decisiones a partir de lo que imagina que las cosas pueden ser, el Dr. Parnasus nos ubica en el punto crítico en el que debemos escoger entre dos imágenes posible del mundo, es decir, en dos modalidades posibles de nosotros mismos. Como en todo fabula, la opción es dual, la buena y la otra. El Doctor triunfa cuando elegimos el buen camino y es derrotado por el diablo (que no es tan malo como dicen) cuando elegimos el camino aparentemente fácil y a la larga desfavorable. Según la peli, no podemos eludir la elección, puesta en práctica en el marco de nuestro imaginario, bajo ningún aspecto, es un absoluto (maravilloso o siniestro).
A mi se me hace muy difícil en general formar una opinión, asisto sorprendido a la miríada de blogs, facebuks y etcétera que pueblan la red de comentarios acerca de cómo deberían ser las cosas. Me digo: qué imaginaciones precisas, informadas, seguras. Me acuso de timorato, tibio o indiferente. En tiempos en que la historia no espera, el escepticismo parece el refugio lánguido y elegante de los inactivos. A riesgo de parecer reaccionario, me resulta horrorosa la liviandad desde la cual se arman grupos y se construyen perfiles más o menos estandarizados. Pienso en Sartre, en la vieja pregunta acerca de quién habla cuando te hablo ahora a vos, quién imagina la noche perfecta o el mundo mejor cuando sacudo mi cerebro como un huracán.
Algo interesante de la película sea tal vez el hecho de hacer pensar sobre los elementos que constituyen nuestra imaginación. La imaginación ya no puede ser la dimensión de nosotros mismos, impoluta y fascinante, que preservamos para que asuma el poder. Porque el poder es ya imaginación, o, porque de lograr nuestro cometido, nos daríamos cuenta de que en el fondo no es tan fácil y no estamos tan ciertos de que nuestros sueñan sean tan distintos de las cosas que creemos detestar. El problema de la relación entre imaginación, opinión y política puede parecer una inofensiva preocupación esteticista, pero también se sumerge de lleno en el problema acerca de las formas en las que opera sobre la facultad (supuestamente más singular de nosotros) el dispositivo social que naturaliza y restringe el sentido de las cosas.
La única opinión significativa es la de la palabra que nos involucra, en la que podemos perder algo, en la que nos jugamos, al menos, nuestra propia imagen. La pseudo clandestinidad del cogito virtual nos pone en un lugar privilegiado en cuanto a la cantidad de información a la que podemos acceder, pero a veces esa misma sobreabundancia parece hacer imposible la adopción de un punto de vista, o nos relega a la reproducción indefinida de esquemas preconcebidos, que alimentan nuestro perfil (o nuestra imagen del yo, que es lo mismo).
Nos resulta mucho más fácil imaginar el fin del mundo, o la llegada de extraterrestres, que una forma de vida más o menos interesante. ¿Qué hay más allá (o más acá) de la actitud crítica y perdonavidas del que habla desde el púlpito invocando a las musas de la indignidad, la corrupción o el hartazgo?
Sí, mis opiniones son aburridas y estereotipadas, más comunes que la injusticia, ninguna puede desactivar el juego de espejos cotidiano ni crear una imagen que le preste a otro un retazo del mundo tal vez aún no del todo entrevisto. Entonces me acerco a aquellos que, por convicción o desesperación, se arrojan al discurso sin temor al balbuceo, que cuentan algo y miran fijo poniendo todo su esfuerzo en compartir sus visiones. Andan dando vueltas por ahí, los pensamientos, ridículos o estrafalarios, pretenciosos e incluso anacrónicos, los que inventan palabras o usan las viejas con otros motores, los que los ponen a funcionar delante de sí mismo y de los otros, incluso aunque le explote a todos en la cara.





Este texto saldrá en el número dos de la revista Post humanario, el primero se puede descargar acá.

1 comentario:

  1. Recuerdo que fui con uno de mis mejores amigos a ver esa película al cine. Fuimos al Cine Lorca que, a decir verdad, es bastante incómodo pero guarda cierto encanto.
    La película es maravillosa. Me hizo acordar mucho al Las aventuras del Baron Munchausen. Me produce bastante ternura ese teatrillo todo desvencijado y anacrónico que irrumpe impertinentemente en las grises calles de la cuidad. Una cuidad que por cierto se muestra desprovista de todo encanto y maravilla. Esa irrupción es algo así como una invitación al ridículo ( en su mejor acepción). La película tiene varias cosas a favor. En primer lugar, está Tom waits haciendo de diablo (eso hay que verlo, actúa muy bien) y en segundo lugar, hay una escena genial en donde unas señoras pacatas, luego de ver la presentación en la entrada de un shopping, tiran la chancleta al ver que pueden encontrar un refugio de alegría en sus vidas grises y una de las señoras se indigna al ver un enano que confunde con un niño y dice algo así como que deberían estar avergonzados, que ese niño debería estar en la escuela. También dice que quiere adoptarlo. Esa escena todavía nos hace reír a mi amigo y a mí.

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