viernes, 9 de julio de 2010

El diablo y la disrupción artística.

No espere aquí el lector una lista de todos los diablos feos o hermosos que los pintores han venido pintando y los dibujantes dibujando a partir de la Edad Media. Sería muy fácil, hojeando repertorios y compulsando catálogos, preparar una lista tan larga y erudita cuanto inútil y vana. No se trata de copiar aquí mazos de fichas para curiosidad de los coleccionistas de temas figurativos. Lo que me importa no es el Diablo en el arte, sino las relaciones entre el Diablo y el arte. Pero no está de más advertir que la mayor parte de quienes presentaron con líneas y colores la imagen del Príncipe de las Tinieblas no tuvieron con él ningún contacto intelectual y menos aún espiritual. Los más antiguos mosaiquistas y fresquistas se las ingeniaban para presentar, con el propósito de atemorizar a los fieles que lo contemplarían, un espantoso animalote puro garras, uñas, garfios, espinas y aguijones. Pero en verdad esos horripilantes bestiones no producían estremecimiento ni sacudimiento alguno en quien los hacía, siguiendo las huellas de la tradición y por simple exigencia del oficio. Es preciso llegar al Juicio Universal de Miguel Angel para encontrarse con rostros realmente demoníacos inspirados por el sentimiento íntimo de un genio que, como su Dante, creía en serio en la condena infernal.
Mayor importancia tiene el tránsito del Diablo medieval, espantajo extravagante, al Diablo héroe tranquilo de los tiempos modernos. Mario Praz en su obra La Carne, la Muerte y el Diablo demostró que esa transformación fue obra de los poetas, y más aún de Gian Battista Marino que de Milton. Pero La degollación de los inocentes, donde figuran los versos sobre la tristeza de Satanás, sólo se publicó en 1632; en tanto que ya en 1550 un gran pintor veneciano, Lorenzo Lotto, pintaba en el Palacio Apostólico de Loreto un Lucifer que desciende extraviado en las tinieblas y que no tiene ninguno de los repugnantes atributos de los diablos medievales. En aquella pintura, Lucifer es un joven hermosísimo que siente la tristeza de la caída, pero que no está desfigurado con disfraces de fiera ni de reptil. Acaso haya sido un pintor, y un pintor italiano, quien aun antes que los grandes poetas modernos vio en Satanás no al dragón gruñidor contrahecho sino al héroe vencido. Víctima de esa imagen poética de Satanás que imperó en las fantasías de los últimos siglos –de Milton en adelante– fue, a
comienzos del Novecientos, un artista ruso famoso en su tiempo como pintor sagrado, quien, en cierto momento, obsesionado por el Demonio de Lermontov, se puso a dibujar y a pintar a Lucifer en diversas formas y contra diversos fondos. Se llamaba Miguel Alejandro Wroubel y había nacido en 1856, de madre dinamarquesa y padre polaco. Antes de que lo persiguiese la imagen del demonio, había ejecutado importantes obras en las iglesias de Kiev, inspirándose en el antiguo arte bizantino y en los venecianos primitivos; pero cuando lo asaltó y trastornó la manía de representar a Lucifer, se olvidó y despreocupó de todo otro tema. Parecía un obseso y un poseído que no consiguiese liberarse de su temible enemigo sino trazando sus rasgos; y por fin, aún joven, en 1902, tuvo que ser encerrado en un hospicio donde poco a poco se fue quedando paralítico, ciego y, por último, loco; y en ese miserable estado terminó su vida, cuando sólo tenía cincuenta y cuatro años, en 1910. Wroubel es el único artista víctima del demonio, que yo conozca; valía por ello la pena recordarlo, si bien sus obras hoy están casi olvidadas. El ejemplo del infeliz Wroubel no parece confirmar la famosa teoría de André Gide, según la cual no puede haber gran obra de arte sin la colaboración de Satanás
Un escultor italiano moderno, Libero Andreotti, rechazó en cambio toda colaboración con el Diablo, Enrico Sacchetti cuenta, en su hermosa biografía del artista, que vio un día en su estudio una gran cabeza de Cristo y junto a ella un boceto más pequeño que también representaba al Redentor. Sacchetti le dijo al amigo que el boceto le parecía mucho mejor; pero el escultor “empezó a reírse en forma extraña, en sordina, y, como si me confiase un secreto, me dijo en voz baja: ‘¡Ah, sí! ¿Te gusta más ésa? ¿Pero sabes quién la hizo? La hizo el Diablo... Sí, mi querido Sacchetti: la hizo efectivamente el Diablo; el Diablo, sí’. Y parecía de veras que hubiese visto al Diablo, allí, en el estudio, modelando la cabeza de Cristo. Y agregó: ‘¡Por suerte, me di cuenta! Pero ahora estoy tranquilo’”.
Andreotti no dio ninguna explicación de esa presunta paternidad diabólica; pero Enrico Sacchetti me decía, hace poco, que creía haber comprendido la razón que le inspiró al amigo tan extraña certeza.
El boceto de Cristo era realmente hermoso; pero se parecía muchísimo a la cabeza del escultor. Andreotti albergaba, pues, la legítima sospecha de que las obras donde predomina demasiado el ego del autor tienen origen satánico y deben, por ello, ser desechadas
En la afirmación de Gide que antes recordábamos hay algo de verdad. Todo artista es a su manera un revelador de la obra divina; pero al mismo tiempo, es lo quiera o no, un imitador del Antidios. Sin un poco de orgullo, sin una punta de soberbia, no sería posible la creación de la obra de arte. Quien pretende ofrecer una visión propia de las criaturas o de las cosas del mundo en forma de provocar conmoción o de excitar la fantasía se siente y se declara, aun sin tener conciencia de ello, superior a los demás hombres; es decir, provisto de virtudes particulares que lo hacen capaz de realizar ese milagro que es el arte
Era necesario llegar al contemporáneo Jean Genet, al ladrón homosexual celebrado por Sartre en una voluminosa biografía, para asistir al espectáculo de un culpable degenerado que cuenta las propias hazañas y las de sus semejantes con una mezcla de complacencia y de indiferencia. Pero tampoco en este caso bien reciente se confirma por completo la teoría de Gide, pues a pesar de la evidente colaboración de Satanás, Nôtre-Dame des Fleurs y el Journal du Voleur están lejos de ser obras maestras.
Pero hoy toda la música realiza, en cuanto arte mágico de origen mágico, la transformación mágica de las almas. Es casi necromancia, pues resucita a los muertos e infunde mayor vida a los moribundos; tiene, en suma, relaciones más o menos visibles, siempre, con lo demoníaco. La música negra o de imitación salvaje, por ejemplo, con sus insolentes eructaciones, con sus necios sollozos y con sus brutales tamborilazos, es la que mejor se adapta a la baja condición del personal del infierno. Pero el viejo Satanás es más artista y más refinado. Cuando quiere desahogar la rabiosa exultación del sábado con un poco de música, recurre, también hoy, al violín de Tartini y de Paganini.

Este fragmento pertenece a El Diablo, de Giovanni Papini

No hay comentarios:

Publicar un comentario