viernes, 9 de julio de 2010

Progresistas y conservadores: un solo corazón

En Europa, EE.UU. y Argentina, muchos progresistas aceptan que la política ya no es cosa de derecha vs. izquierda. Aquí la discusión se extiende a los alcances del “populismo y sus vicios institucionales”. Chantal Mouffe desmenuza en este diálogo las características de ese “progresismo”.

Las paradojas de la post política: en los Estados Unidos, muchos progresistas terminaron confundidos en visiones de los republicanos porque opinan que la política ya no es cosa de derecha vs. izquierda sino de la buena política vs. la mala política. En Europa, sectores de izquierda coinciden en que la política de adversarios es cosa del pasado, que no hay más antagonismos, y ven superficialmente los rebrotes fascistas en el viejo continente como una enfermedad moral. Mientras tanto, en la Argentina algunas corrientes progresistas se indignan ante el populismo y los vicios institucionales, pero dejan de percibir a la sociedad como un espacio de luchas de intereses e ignoran la catástrofe humanitaria de la pobreza, y en ese punto se acercan a los voceros del establishment. La politóloga belga Chantal Mouffe, autora del reciente libro En torno a lo político, analiza esas versiones del progresismo y recuerda que la política “es siempre adversarial” y sigue dirimiéndose en términos de izquierda y derecha.
–¿Por qué le preocupan los progresistas que proponen buscar una forma consensual de la democracia?
–Hay una tendencia que, yo no sé qué importancia tendrá en la Argentina, pero que en Europa es muy fuerte, que se ha llamado la Tercera Vía y, en Alemania, “el nuevo centro”. Ha sido representada evidentemente por la política de (el ex premier británico) Tony Blair y ha tenido mucho impacto en los partidos socialdemócratas. Ha sido teorizada por intelectuales como Anthony Giddens, y, en el caso de Alemania, Ulrich Beck. En esa perspectiva del “radical center”, el centro radical, ellos dicen que hoy en día estamos en la segunda modernidad, en la cual la clásica política de “adversarios” está superada. Ya no habría que pensar más en términos de izquierda y de derecha porque no hay más antagonismos.
–¿Cómo pueden dar por terminados los antagonismos?
–Bueno, esto lo ven como consecuencia de la caída del comunismo. También dicen que no hay más identidades colectivas, y que eso es resultado de la victoria del individualismo. Por esa razón los partidos, los sindicatos, todos los movimientos colectivos son para ellos cosas arcaicas. No afirman que han desaparecido del todo, pero opinan que ya no corresponden a la dinámica de la política de hoy. Siguiendo este pensamiento, lo que hay que hacer es adaptarse, “modernizarse”, que es el término que emplean todos ellos. Habría que modernizar la política. Eso significa para ellos no plantearse más la lucha en términos de izquierda y derecha. Creen que se puede establecer una especie de consenso al centro, puesto que finalmente no hay más antagonismos fundamentales en la sociedad. Un ejemplo es Tony Blair diciendo: “Bueno, ahora somos todos de clase media”. En otras palabras, finalmente no tenemos intereses opuestos. Blair dice también: “No hay una política económica de izquierda y otra de derecha. Hay una que es buena y hay otra que es inadecuada”. Según estos planteos, ahora sería posible a través de la discusión, de la moderación, poner a todo el mundo de acuerdo sobre la buena política que hay que llevar a cabo para modernizarse, para adaptar cada país a la globalización.
–Parece una suerte de “sueño light” de la democracia. ¿Cómo negar, por ejemplo, que existen intereses antagónicos entre el gran capital y los trabajadores?
–Parece fuera de la realidad. Pero ellos piensan que pueden llegar a una especie de unión y acuerdo entre las multinacionales, por una parte y, por el otro, los desempleados. Ese es exactamente el discurso que tenía Blair. Sencillamente, no hay más lucha de clases.
–Hace un tiempo se advirtió en los Estados Unidos que muchos intelectuales del progresismo, que en su momento se opusieron a la guerra de Vietnam, ahora apoyaban la intervención militar del presidente Bush en Irak. Y ese apoyo lo daban creyendo que hoy existe una lucha contra el mal universal encarnado en el terrorismo. ¿Esta fractura en el progresismo es consecuencia de los cambios que usted señala?
–Bueno, hay que ir un poco más despacio en este otro tema. Lo que dije antes se refiere a Europa. Pero ese tipo de política más allá de la izquierda y la derecha hace tiempo que existe en los Estados Unidos. Entre los demócratas y los republicanos hace mucho que no se plantea una lucha entre izquierda y derecha a la manera europea. La política de “triangulación” de (Bill) Clinton, que tomó en su campaña temas republicanos y temas demócratas, es un buen ejemplo de esa línea de consenso al centro. Y la fórmula fue muy importante para la evolución de la “Tercera vía”. Eso es lo que yo llamo la post-política. Y ahí, evidentemente, hay un encuentro de tendencias entre Estados Unidos y Europa.
–¿Cómo piensa usted al respecto?
–El punto mío es que la política siempre tiene que ver con un “nosotros” opuesto a un “ellos”. Siempre se define en términos nosotros/ellos. Una identidad colectiva, un “nosotros”, no puede existir sin determinar quién está afuera. La idea de que se pudiera tener un “nosotros” totalmente inclusivo es completamente inconcebible. Y mi argumento consiste en que este nosotros/ellos no se debe definir en términos morales sino en términos de adversarios políticos, de izquierda y derecha. Ahí es donde yo insisto en un punto: dado que la política tiene que ver con un nosotros/ellos, cuando uno no puede definir esa oposición en términos políticos, termina haciéndolo en términos morales.
–¿Y cómo se expresa hoy en el paisaje político?
–De dos maneras: en el ámbito internacional, para aquellas corrientes que estamos criticando, los “ellos” son los terroristas, los enemigos de la civilización. Y, en política doméstica, los “ellos” son la extrema derecha, el fascismo, esa especie de enfermedad moral que se considera que siempre existe y siempre está por surgir. Lo que no se hace, en general, es un análisis realmente político de las razones por las cuales en tantos países de Europa los partidos populistas de derecha han tenido éxito. Todo lo que se da es una condena moral. En vez de tratar de entender las razones económicas, políticas del éxito de esos partidos, se los presenta como la expresión de una enfermedad moral.
–El presidente Bush es el abanderado mundial de este lenguaje de la política en términos morales. Cuando comenzó la intervención de Estados Unidos en Irak, mantuve algún intercambio de correos electrónicos con el filósofo Richard Rorty, que era un hombre siempre asociado al progresismo, y me llamó la atención la defensa encendida que hacía de la intervención militar estadounidense.
–¿Se refiere a Irak o a Afganistán? Porque hay una diferencia. Hubo gente que apoyó la intervención en Afganistán pero luego rechazó la guerra en Irak. Yo no sé si Richard Rorty apoyó la intervención en Irak pero, si hubiera sucedido, después cambió completamente. Dos intelectuales como Jurgen Habermas y Jacques Derrida publicaron un artículo conjunto para llamar a todos los europeos a oponerse a la guerra de Irak, y Rorty escribió diciendo que estaba completamente de acuerdo con ellos y llamando a los europeos a ayudar a los norteamericanos a enfrentarse a Bush.
–¿Qué es lo que hace que sectores del progresismo se sientan seducidos por estos nuevos razonamientos de la post-política?
–Ahí hay dos problemas distintos: ¿qué entiende usted por nuevo razonamiento? Hay un razonamiento que sostiene que no hay más antagonismos, pero eso no lleva necesariamente a defender la guerra de Irak. El sector progresista que ha defendido la guerra de Irak la presenta como una guerra “humanitaria”. Creen que los derechos del hombre considerados a la manera europea son algo que hay que imponer al resto del mundo. Pero yo no creo que la defensa de la guerra de Irak sea necesariamente una consecuencia de la visión post-política. Para mí es la consecuencia de un cierto tipo de razonamiento “universalista”, y es, por ejemplo, muy específico de la inteligencia de los Estados Unidos creer que tienen la obligación de intervenir para imponer la democracia. Hay un encuentro entre cierta parte del progresismo y de los neo-conservadores justamente sobre el papel civilizador de los Estados Unidos.
–¿Y qué viene haciendo la izquierda frente a este tipo de planteos en el mundo?
–Pero, ¿qué izquierda y en dónde? La izquierda europea es muy distinta de la izquierda americana. Además, la izquierda europea está dividida. En general, está aceptando la idea de que el modelo occidental de democracia es el mejor y que debería ser asumido en el mundo entero. Pero se divide entre los que piensan que la democracia no se puede imponer por las armas, y aquellos que dicen que hay que hacerlo por las armas cuando es necesario. Otros piensan que hay que aceptar diferentes modelos de democracia y que el modelo occidental no deber ser considerado como el único legítimo.
–En la Argentina sucede algo llamativo, que tal vez se vincule a lo que usted describe en Europa: un sector del progresismo local desespera por la baja calidad institucional y denuncia el clientelismo y la manipulación de los pobres. Sin embargo, parece bastante indiferente a la pobreza y la desigualdad, como si no tuvieran un lugar prioritario en su agenda. Me pregunto si no es parte de esta visión “post-política” que usted caracteriza en su libro.
–Sí, esa es una clara manifestación post-política. Para mí está muy ligado a la hegemonía cultural del liberalismo y tiene que ver con el abandono de la política en términos de adversarios, entre izquierda y derecha. Como lo expliqué, Giddens opina que esa lucha adversarial hay que abandonarla porque pertenece a una época arcaica.
–Estos sectores que, como dije, aparecen tan preocupados por las instituciones, a la vez rechazan profundamente el populismo. Y ven en los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner un perverso carácter populista.
–Bueno, todos los que están influidos por la ideología liberal no pueden tener ninguna simpatía por el populismo y no lo pueden entender. Ese es un punto muy importante. En La paradoja democrática, un libro anterior a En torno a lo político, creo haber mostrado que lo que llamamos democracia liberal-moderna es una articulación de dos tradiciones que no van necesariamente juntas y que tienen puntos de conflicto. Está la tradición liberal, que se ocupa principalmente de las instituciones y no realmente de la igualdad. Lo que les interesa es la libertad y no la igualdad. Y, por otro lado, está la tradición democrática que tiene que ver con la igualdad y también con la soberanía popular. En muchos países de América latina, pero particularmente en Argentina antes del peronismo, había un cierto tipo de liberalismo que no estaba articulado con la democracia. Y después se ingresó en una época de democracia populista con una articulación débil al liberalismo.
–¿Esos ciclos no se resuelven?
–Bueno, yo creo que en todo sistema democrático habrá siempre la tensión entre un polo populista que tiende a la movilización y a la dicotomización del espacio social, y, por otro lado, un polo institucionalista que tiende a una forma de absorción y neutralización de las demandas sociales. De lo que se trata es de mantener un equilibrio entre ambos.
–Lo que no encontramos es un modo de juntar las dos tradiciones.
–No van necesariamente juntas, pero pueden también encontrarse ligadas históricamente. Eso es lo que ha ocurrido en Europa, donde se ha llegado a esa unión a través de la socialdemocracia. Porque la socialdemocracia es exactamente eso, la manera como la tradición liberal se ha democratizado Y, paralelamente, también la democracia se ha liberalizado. En América latina –y el caso de Venezuela lo muestra– esa articulación institucional es todavía precaria. Entonces, hay una política liberal que ve la participación popular como algo negativo y la llama “populismo”.
–Además, en esa visión de estos sectores que “olvida” la pobreza y las tensiones de intereses terminan coincidiendo con el poder económico, que en un momento apoyó a las dictaduras y ahora se dice preocupado por las instituciones.
–Coinciden, efectivamente, con sectores a los cuales no les interesa genuinamente la democracia. Piensan “bueno, la democracia sí, a condición de que no pongan en cuestión la propiedad privada, que no pongan en cuestión la tasa de ganancia, etc.”. Pero, en la medida en que hay una democracia que realmente lucha por la igualdad y por la participación popular, es obvio que las clases más pudientes van a tener que hacer concesiones. Entonces, en ese momento se olvidan de la lucha democrática y se aferran al status quo, y al poder económico. Eso me parece que es muy típico. Es, por ejemplo, lo que pasa en el caso de Venezuela.
–Entonces, ¿qué es hoy una izquierda moderna y progresista?
–Lo primero que hay que aceptar es que no hay un solo modelo. Pensar en la democracia como un modelo que hay que aplicar es erróneo, porque cada región del mundo tiene distintas particularidades. La democracia para mí es una experiencia. Una experiencia que se dará de manera distinta en distintas partes, según las diferentes tradiciones. Por ejemplo, yo no creo que sea bueno para América latina pensar que la modernización consiste en aplicar exactamente el modelo europeo. Hay que ver que las condiciones son distintas y que uno tiene que adaptar el modelo de la democracia a la situación de cada país. Y eso es mucho más cierto aún si uno piensa en la cuestión de la democracia en lugares como China o el mundo árabe. Por eso, en el libro también estoy defendiendo la idea de un mundo multipolar, donde se reconoce la existencia de grandes regiones, que tienen culturas específicas, condiciones específicas, y que hay que aceptar que no hay un solo modelo.
–Hablemos, entonces, del modelo que mejor conoce: la izquierda en Europa.
–Yo creo que en el Viejo Continente la izquierda tiene que organizarse a nivel europeo. Hay que pensar en desarrollar un modelo civilizacional y económico que sea distinto del modelo de los Estados Unidos. La idea de “Occidente” tiene que ser abandonada porque es el producto de la Guerra Fría. Estados Unidos tiene una tradición distinta de la europea. Hay en la experiencia norteamericana una clara conciencia de los derechos civiles, pero no de los derechos sociales. Mientras que en los países europeos, que han pasado por la experiencia de la socialdemocracia, el modelo social de bienestar ha jugado un papel central. Y es importante para la izquierda europea mantener eso, no aceptar que el modelo anglosajón sea el mejor y que haya que adoptarlo para “modernizarse”.
–¿Y qué sucede en América latina?
–En América latina también es fundamental tener una visión regional. Por ejemplo, todas las instituciones que agrupan en bloques, como el Mercosur o el Banco del Sur, son muy importantes. Ustedes tienen allá condiciones que son distintas en cada país, pero también tienen puntos en común. Por un lado, uno tiene que aceptar que hay especificidades, y que la idea democrática tiene que ser inscripta de manera distinta según las distintas condiciones y las distintas culturas. Yo creo que es importante para los países de América latina desarrollar su modelo, y no decir “lo que nosotros tenemos que hacer es seguir al modelo europeo o norteamericano”. Y, en ese sentido, hay que reconocer que en los últimos años experiencias como la argentina, la brasileña, la venezolana o la boliviana están apuntando claramente a formas originales de democracia participativa, que no se dejan encasillar en una pura imitación de los modelos europeos, como fue el caso del liberalismo oligárquico anterior a la crisis de los años ’30. Es un buen síntoma.
Por Jorge Halperín

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