jueves, 2 de septiembre de 2010

El montaje y lo posible II: Consideraciones sobre una fabulación aristocrática en E menor.


…es una lastima que no estés aquí conmigo, entenderías todo. Mira. El mar está por todas partes. Estamos destinados a navegar por siempre. A vivir por siempre.
El arca rusa, Sokurov.


El arca rusa es una obra que permite pensar todos los elementos disruptivos del nuevo tipo de imagen que Deleuze considera en sus Estudios sobre cine como una imagen directa, una captura directa del Tiempo o duración. En efecto, con sus categorías intentaremos pensar cómo aparece la novedad de la imagen-tiempo en la propuesta fílmica de Sokurov.
A medida que avanza (o retrocede) el film, se tiene la (in)certeza de que las capas del tiempo son intensidades en una cartografía de la memoria que está presente, actual y virtualmente ya ahí, esperando ser evocada, explorada, actualizada. Las puertas, las épocas, los pasados posibles y los presentes simultáneos parecen ser el festín del derrame visual que constituye la toma única del Arca rusa.
Los caracteres de una imagen-tiempo se abren en flor, se suceden y contradicen, se anulan entre sí pero son, a su vez, complementarios: los movimientos de la cámara vagabunda y curiosa, evocando junto a su compañero europeo las capas del pasado con provocaciones impertinentes. La falta de concordancia histórica, el capricho de un reloj que se ha vuelto loco y nos condena a la variación infinita de un viaje en el tiempo histórico sin timón. Pero también la pérdida de la ubicación espacial desde que comienzan en la primera escena por el ingreso lateral del palacio, y la falta de concordancia climática, que en el fortuito vaivén estacional del parque por el que escapa la reina, acecha intempestiva. Por ultimo, el azar de abrir una puerta, de bajar una escalera o cruzarse de pasillo y aparecer en medio de una fabrica de ataúdes, frente a un Rubens o junto a las esculturas más refinadas de la Italia renacentista. Un azar espacio-temporal acompaña la deriva del arca en medio del océano. Aunque ese azar no será caótico. Sokurov nos ofrece compañía, un personaje cautivante de ropaje extravagante, claramente un extranjero.
Todas las reflexiones que Deleuze elabora sobre la memoria a propósito del Ciudadano Kane de Orson Welles, -los esfuerzos por recuperar un elemento perdido en el nebuloso e intransitable pasado para comprender el presente-, confluyen en nuestro fantasma inquieto, el europeo; pues él es quien siendo el hijo de una escultora amiga de Carcova se mete de repente en el siglo XX cuando Leningrado estaba sitiado por los nazis. Se excita con la mujer que le habla a los cuadros, y se conmociona con la ciega que percibe con sus dedos la textura de una escultura. Un verdadero enigma desborda al Marqués: ¿Por qué puede transitar como un fantasma travieso por entre los militares y nobles que participan del encomio al Shah de Persia, y luego bailar entre los cortesanos al son de las tres orquestas que suenan en vivo al final del film? ¿Qué función cumple el Marqués europeo?
Si acaso la imagen-recuerdo funda una evocación, como la magdalena de Proust; entonces nuestro fantasma amigo constituye él mismo una imagen-recuerdo. Es la punta de lanza que explora las capas de pasado y se deleita con el olor del aceite de los cuadros: es él mismo el enlace de nuestra punta de presente antiguo con las regiones del pasado. Es un evocador que funcionará como agente disruptivo en el espesor de la historia. Es nuestro puente a Rosebud.
Así, el problema de la evocación del pasado y el estatuto de los testimonios comienzan a resaltar su importancia, se tornan un problema, se vuelven una aporía. Pues, así como de la misma manera que en el Ciudadano Kane, la necesidad de reconstruir una verdad hace estallar en fragmentos inhallables y contradictorios a esa búsqueda. La yuxtaposición de perspectivas nos conduce a recoger del piso algún jirón de la verdad, alguna pista. Pero al fin nada conduce a rosebud, pues no es un elemento evocable o recuperable, porque no es más que la fugaz actualidad de una muerte frente a su pasado-presente en la nieve sintética que flota en el agua de una esfera de vidrio. Es la pulsión caprichosa que se pierde en medio del desvarío racionalista que pretende (en)causar el pasado, ocultando su interés de pleno gobierno del presente en la objetividad acéticas de método historiográfico.
Para pensar en el problema de la Historia, resulta necesario destacar la gran ausencia del pueblo ruso en el film de Sokurov. Es una ausencia que, de pasar desapercibida, la sensación de plenitud y veridicción colmará nuestra inquietud, y quedaría fuera de juego el problema acerca de los testimonios históricos y la reflexión que gira en torno a la posibilidad de la reconstrucción del pasado.
La historia contenida en el arca rusa es la historia de Sokurov, es su historia. Es su acceso a la memoria, su exploración. Son las contracciones de su presente-antiguo las que transita, y las que olvida. Son los olvidos de una intencionalidad que afirma su proceso de verdad. Pues, ésta es la potencia de lo falso. El conatus de su creación. Por ello, hay zonas intransitables, que están guardadas celosamente por un control policial encarnado por los militares y curadores que guían y reglamentan el tránsito del palacio hasta el final del film, en donde el mismo curador que expulsa al europeo de la galería de Van Dyck, cuando los chorros de gente se derraman por las escaleras del palacio de invierno, sube la escalera a contramano velando por una evacuación ordenada y sin demoras.
En el film, la historia de Rusia es recorrida por un fantasma-ojo que transita y explora; pero a pesar de no saber cómo llegó y porqué está allí, sabe bien qué puertas debe abrir su amigo europeo y cuáles constituyen un peligro. Intuye el camino seguro, nunca debe ser expulsado de ningún lugar, nunca desconoce las reglas internas de la memoria. Sabe que debe recordar, que punto brillante capturar con su obturador; pues, sabe recordar sus olvidos.
La memoria tiene sus centinelas del orden, sus guardianes de la historia: los militares, los curadores de museo, los sirvientes del agasajo marcan por donde el europeo es bien recibido y por donde no debe explorar o demorarse. Pues, los cuchicheos de los marinos, las intrigas y expulsión final de los curadores, los guardianes –a los que teme el europeo- constituyen la repartición policial de esa memoria, y marcan las pautas del transito, de la exploración. La memoria tiene pasillos, corredores, galerías, parques, y un teatro, en fin, una arquitectura organizada que permite el transito de los flujos vitales, pues, al fin y al cabo “estamos destinados a vivir siempre” y la memoria debe garantizar ese flujo, el transito, la renovación de la materia viva suspendida en el arca.
Los chorros de gente se derraman por los pasillos del palacio. La vida en estado líquido fluye por las venas de la arquitectura nmemo-histórica que constituye el arca. Es la zona de espera del Tiempo en donde cada singularidad es tan solo un rulo que se arremolina y fluye en el devenir; allí las capas de pasado coexisten y son evocables conforme a un presente, transitables. Pero acaso no por ello menos olvidadas, reprimidas y clausuradas por los dispositivos narrativos del arca. De modo que, los operadores del secreto sagrado, que se sirven de la potencia de lo oculto (a partir de un enlace negativo entre saber/poder, un cerrojo de ocultación y parálisis) como los marineros, curadores y guardianes, estratifican la memoria codificándola y orientando su evocación para garantizar efectos en el presente del pasado.
Los modos de darle sentido al pasado conforme a un proceso de significación actual no constituyen un intento de relativizar la historia, ni librarla al caprichoso anacronismo. La memoria como registro de la experiencia de estar vivo es la fabula que permite dar sentido a la vida misma, y a los procesos sociales inmanentes a esa vida. Nos permite pensar(nos) en un pasado, conforme a un presente común. Nuestro pasado actual.
Romper con la temporalidad causal como esquema que nos remonta a un punto de vista pasado del devenir de la vida constituye la tarea central para pensar el arte en Deleuze, pues el arte esta siempre del lado de la discontinuidad causal, de la disrupción. Desde el punto de vista de la identidad el arte se torna huidizo, contradictorio (lo que puede ser de otro modo) o efímero (lo que no subsiste en su ser) y no por eso relativizable.
La operación del pensamiento en el arte constituye una fractura, una grieta en el ser (en lo que es) que libera, por así decirlo, un percepto. Eso es una perspectiva sin objeto, unas condiciones de percepción. El arte produce una grieta en las formaciones sociales que capturan, ordenan y hegemonizan los modos posibles de percepción. El pensamiento artístico es siempre una punta disruptiva en un orden dado o un estado de fuerzas. Pues, el arte irrumpe con procesos acontecimentales que reorganizan las fuerzas presentes en un campo. La explicación relativista se vuelve estéril, pues presupone una objetividad identitaria, una totalidad cerrada; mientras que el pensamiento artístico no esta del lado del ser sino más bien -como refiere Badiou- del lado de los procesos de verdad, del lado del acontecimiento o novedad.
En síntesis, esos perceptos si acaso están vinculados a un proceso acontecimental reorganizan los modos de verse afectados por las cosas. La afección. Los modos de envolverse en la experiencia. No obstante, esta disrupción, no debe ser pensada en torno a la potencia de las operaciones individuales; pues las formaciones sociales mueven fuerzas en el campo social que producen a esos individuos y no al revés. Por eso, es importante señalar que los procesos de verdad de la política, de la ciencia o el arte en general son posibles por la composición social de sujetos que intervienen en el campo y (re)instituyen esas orientaciones.
Hay un proceso de verdad que arrastra al propio Sokurov, y lo pliega como singularidad. Pues, el director aporta a solidificar una arquitectónica de la memoria. Pues, el palacio de invierno, en tanto arca, constituye una formación veridictiva de la historia. Un dispositivo narrativo. Las capas del pasado son evocables, aunque están ordenadas en su yuxtaposición. Así es que el tabicado de esa arquitectónica son los pasillos, las puertas, los pisos, etc. En tales casos el proceso de veridicción no es tan solo un relato de la historia, sino que es una condición del recuerdo, el palacio de invierno no sólo es un recorte de la historia aristocrática sino que no hay historia por fuera de ella misma, más allá de los limites del palacio está el mar, la deriva, la indeterminación total. Pues, el palacio constituye el conjunto de condiciones nmemo-históricas para la composición de una verdad.
Si es como dice Deleuze, y para Welles el fango es el tiempo primordial de los autóctonos, como materia primera, así para Sokurov el mar es la deriva perpetua, una crisis permanente que no deja de autodeformarse. Y por ello es necesario el arca, una historia flotante que albergue a los muertos para que puedan ser evocados. A nuestros muertos. Y así, la escena final, podemos pensarla como una incitación a revitalizar la aristocracia, al desembarco de ese pasado en un presente. Es el desembarco deseado por la nobleza nostálgica condensada en el virtuosismo restaurador de Sokurov.
Las capas de pasado están ordenadas, constituyen el material coherentemente organizado por el proceso de verdad de la aristocracia rusa, y del mismo Sokurov. Por eso el pueblo esta ausente del relato, pues quizás el arca del pueblo ruso haya naufragado en medio del mar.
La punta del presente que abre Sokurov es la de la continuidad del poder aristocrático, restituye las condiciones para la visualización de un proceso de verdad vinculado al poder político. Pues el palacio de invierno y el museo del Hermitage marcan la continuidad y la disrupción, en fin, las condiciones para la restitución de un orden que late aún en las venas del palacio.


Nino Block

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