lunes, 17 de mayo de 2010

Son pájaros de la noche, que oímos cantar y nunca vemos.

La materia de este libro es, en primer lugar, la historia de esas noches arrancadas a la sucesión del trabajo y del reposo: interrupción imperceptible, inofensiva, se diría, del curso normal de las cosas, donde se prepara, se sueña, se vive ya lo imposible: la suspensión de la ancestral jerarquía que subordina a quienes se dedican a trabajar con sus manos a aquellos que han recibido el privilegio del pensamiento. Noches de estudio, noches de embriaguez. Jornadas laboriosas prolongadas para entender la palabra de los apóstoles o la lección de los instructores del pueblo, para aprender, soñar, discutir o escribir. Mañanas de domingo adelantadas para ir juntos al campo para ver el amanecer. (...)

¿Qué representan?, pregunta el historiador; ¿qué son ellos en relación con la masa de los anónimos de las fábricas o incluso de los militantes obreros?; ¿qué peso tienen los versos de sus poemas e incluso la prosa de sus “periódicos obreros” a la luz de la multiplicidad de las prácticas cotidianas, de las opresiones y de las resistencias, de los murmullos y de las luchas del taller y de la ciudad? Es una cuestión de método que quiere unir la astucia con la “ingenuidad”, identificando las exigencias estadísticas de la ciencia con los principios políticos que proclaman que las masas solas hacen la historia y encomiendan a quienes hablan en su nombre representarlas fielmente. Pero quizá las masas invocadas ya han dado su respuesta. ¿Por qué, en 1833 y en 1840, los sastres parisinos en huelga tienen por líder a André Troncin, que reparte sus tiempos libres entre los cafés estudiantiles y la lectura de los grandes pensadores? ¿Por qué los obreros pintores, en 1848, van a demandar un plan de asociación a su extraño colega, ese cafetero Confais, quien los aturde ordinariamente con sus armonías foureristas y sus experiencias frenológicas? ¿Por qué los sombrereros en lucha han salido al encuentro de ese antiguo seminarista llamado Phillipe Monnier, cuya hermana fue a representar a la mujer libre a Egipto y cuyo cuñado murió en la búsqueda de su utopía americana? Porque seguramente aquellas personas, respecto de las que se esfuerzan habitualmente para evitar sus sermones sobre la dignidad obrera y el sacrificio evangélico, no representan lo cotidiano de sus trabajos y de sus odios. Pero es efectivamente por eso mismo, porque son otros, que ellos van a verlos el día en que tienen algo para representar frente a los burgueses (patrones, políticos o magistrados); no simplemente porque saben hablar mejor, sino porque hay que representar frente a los burgueses –más allá de los salarios, los tiempos de trabajo, las miles de heridas del asalariado– fundamentalmente esto, lo que las locas noches de esos portavoces demuestran ya: que los proletarios deben ser tratados como seres a los que se les deberían muchas vidas.

La historia de esas noches proletarias querría justamente suscitar una interrogación sobre ese celoso cuidado de preservar la pureza popular, plebeya o proletaria. ¿Por qué el pensamiento docto o militante ha tenido siempre necesidad de imputar a un tercero maléfico –pequeñoburgués, ideólogo o sabio– las sombras y las opacidades que dificultan la armoniosa relación entre su conciencia de sí y la identidad en sí de su objeto “popular”? ¿Ese tercero maléfico no sería completamente forjado para conjurar la amenaza, más temible, de ver a los filósofos de la noche invadir el terreno del pensamiento? Como si se fingiera tomar en serio el viejo fantasma que sustenta en Platón la denuncia del sofista, el de una filosofía devastada por una “masa de hombres que la naturaleza no había constituido para ella, hombres vulgares, que a causa del trabajo servil a que se dedicaron tienen mutilada y degradada el alma, así como el cuerpo deformado por la actividad manual”. Como si la ciencia asegurara su diferencia sólo al postular la sólida identidad de sí del sujeto popular que es a la vez su objeto y su otro.

Esos interrogantes no implican ningún juicio, sino que explican por qué no nos excusamos aquí de haber sacrificado la majestad de las masas y la positividad de sus prácticas a los discursos y a las quimeras de algunas decenas de individuos “no representativos”. Dentro del laberinto de sus itinerarios imaginarios y reales, se ha justamente querido seguir el hilo de Ariadna de dos cuestiones: ¿por cuáles desvíos esos tránsfugas, deseosos de arrancarse de la sujeción de la existencia proletaria, han forjado la imagen y el discurso de la identidad obrera? ¿Y qué formas nuevas de desconocimiento afectan esta contradicción, cuando el discurso de los proletarios apasionados por la noche de los intelectuales encuentra el discurso de los intelectuales apasionados por los días laboriosos de los proletarios? Pregunta dirigida a nosotros, pero también vivida, en presente, en las relaciones contradictorias de los proletarios de la noche con los profetas –sansimonianos, icarianos u otros– del mundo nuevo. Pues, si es efectivamente la palabra de los apóstoles “burgueses” la que provoca o profundiza este quiebre en el curso cotidiano de los trabajos, desde donde los proletarios son arrojados en la espiral de otra vida, el problema comienza cuando los predicadores quieren hacer de esta espiral la línea recta conducente a las mañanas del trabajo nuevo, fijar a sus fieles en la noble identidad de soldados del gran ejército militante y de prototipos del trabajador por venir. ¿En el goce de entender la palabra del amor, los obreros sansimonianos no van a perder un poco más aun esta identidad de trabajadores robustos que requiere el apostolado de la industria nueva? ¿Y los proletarios icarianos podrán a la inversa, reencontrarla de otro modo que en detrimento de la paternal educación de su líder?

Encuentros fallidos, atolladeros de la educación utópica, donde el pensamiento edificante no se vanagloriará demasiado tiempo de ver el terreno despejado para la autoemancipación de una clase obrera instruida por la ciencia. Las razones esquivas del primer gran periódico de los obreros “hecho por los obreros mismos”, L’Atelier, permiten ya presagiar lo que

constatarán con asombro los inspectores encargados de vigilar las asociaciones obreras derivadas de ese trayecto torcido: el obrero, señor de los instrumentos y de los productos de su trabajo, no consigue persuadirse de que trabaja “para su propio objeto”.

Con esa paradoja, no habrá que regodearse demasiado pronto por reconocer la vanidad de los caminos de la emancipación. Se recobraría allí con más sentido la insistencia de la cuestión inicial: ¿qué es exactamente este propio objeto por el cual el obrero debería y no puede apasionarse?, ¿qué es exactamente lo que está en juego en la extraña tentativa de reconstruir el mundo alrededor de un centro respecto del que sus ocupantes no sueñan más que fugarse?, ¿y no se sigue otro objeto en esos caminos que no conducen a ninguna parte, en esta tensión por mantener, a través de todos los constreñimientos de la existencia proletaria, un no consenso fundamental en el orden de las cosas? En el itinerario de los proletarios que se habían jurado, en tiempos de julio de 1830, que nada sería ya más como antes, en la contradicción de sus relaciones con los intelectuales amigos del pueblo, ninguno hallará la ocasión para animar la razón de sus desilusiones o de sus rencores. La lección del apólogo sería, más bien, inversa de la que se saca complacientemente de la sabiduría popular: lección en cierta medida de los límites de lo imposible, de un rechazo del orden existente sostenido en la muerte misma de la utopía.


Descargar La noche de los proletarios de Jacques Rancière

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