domingo, 9 de enero de 2011

PENSAMIENTOS SOBRE EL PORVENIR DE NUESTROS ESTABLECIMIENTOS DE ENSEÑANZA

El lector del que espero algo tiene que poseer tres cualidades. Tiene que ser tranquilo y leer sin prisa. Tiene que abstenerse de intervenir a cada momento él mismo y de hacer valer su «cultura». No debe, por último, esperar al final, a modo de resultado, nuevos programas. No prometo ni programas ni nuevos planes de estudio para los institutos y las demás escuelas. Admiro, antes bien, la pujante naturaleza de quienes son capaces de recorrer el camino entero desde la profundidad de la empiria hasta la altura de los auténticos problemas de la Cultura, y de nuevo, desde allí, descender hasta las hondonadas de los más áridos reglamentos y de los programas más minuciosos. Satisfecho, por el contrario, con haber escalado, entre jadeos, una montaña bastante elevada y con poder disfrutar, en lo alto, de la vista más despejada, jamás podré, precisamente, dar satisfacción en este libro a los aficionados a los programas. Ciertamente, veo acercarse un tiempo en el que hombres cabales, al servicio de una formación completamente renovada y depurada, y trabajando de consuno, se conviertan de nuevo en los legisladores de la educación cotidiana — de la educación que conduce precisamente a esa formación —. Es probable que éstos tengan entonces que hacer nuevos programas; pero ¡qué lejano está ese tiempo! ¡Y qué cosas no habrán de suceder entre tanto! Acaso se encuentre entre ese tiempo y el presente la aniquilación del Instituto, quizás incluso la aniquilación de la Universidad, o, al menos, una transformación tan completa de los susodichos establecimientos de enseñanza que pudiera suceder que sus antiguos programas apareciesen ante la posteridad como vestigios del tiempo de los palafitos.
El libro está destinado a los lectores tranquilos, a hombres que no se ven todavía arrastrados por la prisa vertiginosa de nuestra atropellada época y que no sienten todavía el servil placer idólatra de tirarse bajo sus ruedas; esto es, a hombres que no están todavía habituados a sopesar el valor de cada cosa según el tiempo ganado o perdido con ella. O sea — a muy pocos hombres. Estos, empero, «aún tienen tiempo»; a éstos les es dado, sin sonrojarse ante sí mismos, encontrar y reunir los momentos más fecundos y vigorosos de su jornada para meditar sobre el porvenir de nuestra enseñanza; a éstos incluso les está permitida la creencia de haber pasado el día de una manera verdaderamente provechosa y digna, es decir, en la meditatio generic futuri. Un hombre así todavía no ha desaprendido el hábito de pensar cuando lee; todavía conoce el secreto de leer entre líneas; más aún, es de un natural tan pródigo que incluso reflexiona sobre lo que ha leído — tal vez mucho después de haber dejado el libro. Y no por cierto para escribir una recensión o un nuevo libro, sino simplemente así, ¡por reflexionar! ¡Alegre derrochador! Tú eres mi lector, pues serás lo bastante tranquilo como para emprender con el autor un largo camino cuyas metas él no puede ver, aun teniendo que creer honradamente en ellas, para que una generación posterior, acaso lejana, vea con sus ojos aquello a lo que nosotros tendemos a tientas, a ciegas y guiados sólo por el instinto. Si, por el contrario, fuera el lector de la opinión de que no hay más que dar un ágil salto o que actuar a la ligera; si pretendiese acaso haber alcanzado todo lo esencial mediante alguna nueva «organización» introducida por el Estado, en ese caso habremos de temer que no ha comprendido ni al autor ni el auténtico problema.

Finalmente, se le hace la tercera y más importante exigencia, a saber, que de ningún modo, a la manera del hombre moderno, se meta constantemente por medio él mismo y haga valer su «cultura», tal vez a guisa de medida, como si con ello estuviera en posesión de un criterio de todas las cosas. Nuestro deseo es que sea lo suficientemente cultivado como para tener en muy poca cosa su cultura, es más, como para mostrarse desdeñoso con ella. Entonces probablemente le estaría permitido encomendarse con ilimitada confianza a la dirección del autor, el cual, precisamente, no podría osar hablarle más que a partir del no-saber y del saber del no-saber. No otra cosa quiere este último que reivindicar para sí, con preferencia a los demás, un sentimiento fuertemente exacerbado en lo que toca a lo específico de nuestra presente barbarie, a lo que en calidad de bárbaros del siglo XIX nos distingue de otros bárbaros. Así que, con este libro en la mano, va en busca de aquellos que se ven agitados por parejo sentimiento. ¡Dejad que os encuentre, vosotros solitarios, en cuya existencia creo! ¡Vosotros desprendidos, que padecéis en vosotros mismos las penas de la corrupción del espíritu alemán ! ¡Vosotros contemplativos, cuyo ojo es incapaz de deslizarse, echando una presurosa ojeada, de una superficie a otra! ¡Vosotros de altas miras, a los que Aristóteles elogia diciendo que vais por la vida vacilantes y sin actuar, salvo cuando un grande honor y una grande obra os reclaman! A vosotros os exhorto. No os escondáis esta vez en el retiro de la caverna de vuestra distancia y de vuestro recelo. Pensad que este libro está destinado a ser vuestro heraldo. Hasta el momento en el que vosotros mismos, vistiendo vuestras propias armas, os presentéis en el campo de batalla: ¿quién entonces albergaría todavía el deseo de mirar hacia atrás y fijarse en el heraldo que os llamó?
Nietzsche, el sabio de Occidente

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